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domingo, 8 de abril de 2018

Serie: Guerreros de la fe

HUDSON TAYLOR 
Padre de las misiones en China (1832 1905)  
Santiago Taylor se había levantado temprano, de madrugada. Había llegado, por fin, el anunciado y tan anhelado día de su casamiento; el joven se ocupaba de arreglar todo para recibir a su novia en la casa que irían a ocupar. Mientras trabajaba, estaba meditando sobre los acontecimientos recientes que habían ocurrido en la aldea. Dos familias, la de los Cooper y la de los Shaw, se habían convertido e invitaron a Juan Wesley a que predicase en la feria.
El anciano predicó sobre "La ira venidera" de tal manera, que el pueblo desistió de su amarga persecución, dejando al intrépido orador que se hospedase en la casa del señor Shaw. Mientras Santiago preparaba la casa para la llegada de la novia, se escuchaba la voz de la vecina, la señora de Shaw, que estaba cantando. Recordó entonces de cómo ella, meses antes, pasaba todo el tiempo en cama, gimiendo día tras día por causa de su reumatismo que la había dejado imposibilitada. Pero cuando "confió en el Señor", como ella dijo, para su cura inmediata, muy grande fue su transformación. Asimismo, indecible fue la sorpresa de su marido cuando volvió a la casa: su esposa no solamente estaba curada y de pie, sino ¡estaba barriendo la cocina! Santiago Taylor odiaba la religión. Aún más: ése era el día en que él se iba a casar. Después de la boda iban a bailar y a beber, como se hacía en tales ocasiones. Sin embargo, no podía librarse de las palabras, tal vez oídas en el sermón del predicador: Pero yo y mi casa ser viremos al Señor. Sí, iba a tomar una esposa e iba a asumir las responsabilidades de marido y de padre de familia. Hasta allí había sido muy grande su descuido. Resuelto entonces a entrar seriamente en la vida de casado, comenzó a repetir las palabras: ¡Serviremos al Señor! Las horas fueron transcurriendo. El sol subía más y más en el cielo, bañando con su luz las casas cubiertas de nieve. Pero el joven Santiago, olvidado de todo lo que es material, y tomado por la realidad de las cosas eternas, permaneció de rodillas, frente a frente a Dios. Por fin el amor del Salvador venció el corazón de Santiago Taylor, quien se levantó poseído de Jesucristo. Podemos imaginarnos cómo repicaban las campanas, cómo la novia y los invitados se impacientaban ese día. Había pasado la hora para el culto del casamiento, cuando el joven volvió en sí y se levantó de la oración. Después de vestirse, el joven recorrió con rapidez los tres kilómetros que lo separaban de la aldehuela de Royston. Sin perder tiempo en preguntar al muchacho la razón de tanto atraso, se realizó el culto y Santiago y Elizabeth salieron de la iglesia, casados. El joven no vaciló, sino que al salir de la iglesia, contó todo lo relativo a su conversión al oído de Betty. Al oír lo que él le relataba, ella exclamó en un tono de desesperación: "¿Entonces me he casado con uno de esos metodistas?" Ese día no hubo baile; la voz y el violín del novio se usaron para glorificar al Maestro. Betty, a pesar de saber en su corazón que Santiago tenía la razón, continuó resistiendo y quejándose día tras día. Entonces, cierto día cuando ella se mostraba aún más contrariada, el robusto Santiago la levantó en sus brazos y la llevó al cuarto, donde se arrodilló a su lado, derramando toda su alma en oración por ella. Conmovida por la profunda pena y el cuidado que Santiago sentía por su alma, ella comenzó a sentir también su pecado y al día siguiente, de rodillas al lado de su marido, Elizabeth Taylor clamó a Dios, renunciando a la vanidad del mundo y entregándose a Cristo. Es así, con los bisabuelos, que comienza la verdadera biografía del héroe de la fe, Hudson Taylor. Los abuelos y los padres, en su orden, criaron a sus hijos en el mismo temor de Dios. En un memorable día, antes del nacimiento de Hudson, el primogénito de la familia, el padre llamó a su esposa para conversar sobre un pasaje de las Escrituras que lo impresionaba profundamente. En su Biblia le leyó una parte de los capítulos 13 del Exodo y 3 de Números; "Conságrame todo primogénito. . . Mío es todo primogénito. . . Míos serán. . . Dedicarás a Jehová todo aquel que abriere matriz.. ."  Los dos esposos conversaron durante largo rato sobre la alegría que los esperaba. Entonces, de rodillas, entregaron su primogénito al Señor, pidiéndole que ya desde ese momento lo separase para su obra. Santiago Taylor, el padre de Hudson, no solamente oraba fervorosamente por sus cinco hijos, sino que también les enseñó a todos a pedir a Dios todas las cosas detalladamente. Arrodillados diariamente al lado de la cama, el padre colocaba el brazo alrededor de cada uno, mientras oraba insistentemente por él. Insistía en que cada miembro de la familia pasase también, al menos media hora todos los días, ante Dios renovando su alma por medio de la oración y el estudio de las Escrituras. La puerta cerrada del cuarto de la madre diariamente, al mediodía, a pesar de las constantes e innumerables obligaciones de ella, tenía también una gran influencia sobre todos, puesto que sabían que ella se postraba delante de Dios para renovar sus fuerzas, y para pedir que el prójimo se sintiese atraído al Amigo invisible que habitaba en ella. No es de admirarse, por lo tanto, que al crecer Hudson se consagrase enteramente a Dios. El gran secreto de su increíble éxito era que cuando carecía de algo, fuera espiritual o material, él siempre recurría a Dios y recibía de El los tesoros infinitos. No obstante, no debemos pensar que la juventud de Hudson Taylor estuviese exenta de grandes luchas. Como sucede con muchas personas, el joven llegó a la edad de diecisiete años sin reconocer a Cristo como su Salvador. Acerca de eso él escribió más tarde lo siguiente: "Puede parecer extraño, pero me siento agradecido por el tiempo que pasé en el escepticismo. Lo absurdo de que hay creyentes que profesan creer en la Biblia, mientras que se comportan justamente como si tal Libro no existiese, era uno de los más fuertes argumentos de mis compañeros de escepticismo. Frecuentemente yo afirmaba que si yo aceptase la Biblia, al menos haría todo lo posible por seguir sus enseñanzas, y en el caso de que yo no las hallase de un valor práctico, lanzaría todo para afuera. Esa fue mi resolución cuando el Señor me salvó. Yo creo que desde entonces realmente he verificado la Palabra de Dios. Ciertamente, nunca he tenido que arrepentirme por haber confiado en sus promesas o por haber seguido sus normas. "Por eso quiero contarles cómo Dios respondió a las oraciones, que mi madre y mi hermana querida elevaron al Señor por mi conversión. "Cierto día, para mí inolvidable. . . con el fin de distraerme, tomé un folleto de la biblioteca de mi padre. Pensé leer el comienzo de la historia pero no la exhortación del fin. Yo no sabía lo que sucedía en ese mismo instante en el corazón de mi querida madre, quien se encontraba a más de cien kilómetros de distancia. Ella se había levantado de la mesa anhelando la salvación de su hijo. Hallándose lejos de su familia, y libre de los quehaceres domésticos, entró en su cuarto resuelta a no salir de ahí hasta que no recibiese una respuesta a sus oraciones. Oró durante varias horas hasta que por fin, sólo pudo alabar a Dios, puesto que el Espíritu Santo le reveló que el hijo por quien había estado orando, ya se había convertido. "Yo, como ya lo mencioné, fui guiado al mismo tiempo a leer el folleto. Entonces mi atención fue atraída por las siguientes palabras: La obra consumada. Me pregunté a mí mismo: '¿Por qué el escritor no escribió: La obra propiciatoria? ¿Cuál es la obra consumada?' Entonces me di cuenta de que la propiciación de Cristo era plena y perfecta. Toda la deuda de nuestros pecados quedó pagada, y no me quedaba nada por hacer. En ese momento sentí una gloriosa convicción, fui iluminado por el Espíritu Santo y reconocí que lo único que yo necesitaba era postrarme y aceptando al Salvador y su salvación, alabarlo para siempre. Así pues, mientras mi querida madre, estando de rodillas en su cuarto, alababa a Dios, yo estaba alabando a Dios en la biblioteca de mi padre a donde había entrado para leer el librito. Fue de esta manera como Hudson Taylor aceptó para su propia vida la obra propiciatoria de Cristo, un acto que transformó totalmente el resto de su vida. Acerca de su consagración, él escribió lo siguiente: "Recuerdo muy bien ese momento cuando con mi corazón lleno de gozo, derramé mi alma ante Dios, confesándome repetidamente agradecido y lleno de amor porque El lo había hecho todo  salvándome cuando yo había perdido toda esperanza, y tampoco quería la salvación. Le supliqué entonces, que me concediese una obra que realizar como expresión de mi amor y gratitud, algo que requiriese abnegación, fuese lo que fuese; algo para agradar a quien había hecho tanto por mí. Recuerdo cómo, sin reservas, consagré todo; colocando mi propia persona, mi vida, mis amigos y todo sobre el altar. Con la seguridad de que mi ofrecimiento fue aceptado, la presencia de Dios se volvió verdaderamente real y preciosa. Me postré en tierra ante El, humillado y lleno de indecible gozo. Para qué servicio había sido aceptado, no lo sabía. Pero sentí una certidumbre tan profunda de que ya no me pertenecía a mí mismo, que ese sentimiento, después dominó toda mi vida. El joven que entró en su cuarto para estar solo con Dios ese día, no era el mismo cuando salió. El conocimiento de un objetivo y un poder se habían apoderado de él. Ya no le bastaba con alimentar solamente su propia alma en los cultos, sino que comenzó a sentir una responsabilidad hacia su prójimo, ahora anhelaba ocuparse en los asuntos de su Padre. Se regocijaba con riquezas y bendiciones indecibles. Y como los leprosos en el campamento de los sirios, Hudson y su hermana Amelia decían: No estamos haciendo bien; hoy es día de buenas nuevas, y nosotros callamos. Así pues, desistieron de ir a los cultos de los domingos por la noche y salieron para anunciar el mensaje, de casa en casa, entre las clases más pobres de la ciudad. Sin embargo, Hudson Taylor no estaba satisfecho todavía; sabía que aún no estaba en el centro de la voluntad de Dios. Entonces, en la angustia de su espíritu exclamó, como aquel personaje de la antigüedad: No te dejaré, si no me bendices. Entonces, encontrándose solo y de rodillas, surgió en su alma un gran propósito; si Dios rompiese el poder del pecado y lo salvase en espíritu, alma y cuerpo, para toda la eternidad, él renunciaría a todo en la tierra para entregarse para siempre a la disposición de Dios. Acerca de esta experiencia, él mismo se expresó como sigue: "Nunca me olvidaré de lo que sentí en aquel momento; no hay palabras para describirlo. Me sentí ante la presencia de Dios, haciendo una alianza con el Todopoderoso. Me pareció oír una voz enunciando estas palabras: "Tu oración ha sido oída; tus condiciones han sido aceptadas.' Desde entonces, nunca dudé de que Dios me llamaba para ir a trabajar en la China." A pesar de que Hudson Taylor casi nunca lo mencionaba, ese llamamiento de Dios ardía como un fuego dentro de su corazón. Copiamos a continuación el siguiente párrafo de una de las cartas que escribió a su hermana: "(Imagínate 360 millones de almas sin Dios y sin esperanza en la China! (Parece increíble, que 12 millones de personas mueran cada año sin ningún consuelo del evangelio!. . . Casi nadie le da importancia a la China donde habita cerca de la cuarta parte de la raza humana. . Ora por mí, querida Amelia, pidiéndole al Señor que me dé más de la mente de Cristo. . . Yo oro en el almacén, en la caballeriza, en cualquier lugar donde puedo estar solo con Dios. Y El me concede momentos gloriosos. . . No es justo esperar que V. . . (la novia de Hudson) vaya conmigo para morir en el extranjero. Siento profundamente dejarla, pero mi Padre sabe lo que es mejor para mí y no me negará nada que sea bueno. . ." Por falta de espacio no podemos relatar aquí el heroísmo de la fe que el joven demostró, soportando los sacrificios y las privaciones necesarias para cursar la escuela de medicina y de cirugía, para servir mejor al pueblo de China. Antes de embarcarse escribió estas palabras a su madre: "Anhelo estar allí una vez más, pues sé que tú, madre mía quieres verme, pero yo creo que lo mejor es no abrazarnos más, puesto que eso sería como encontrarnos para luego separarnos para siempre. . ." De todas maneras, su madre fue al puerto desde donde el barco se haría a la vela. Años más tarde él describió la partida como sigue: "Mi querida madre, que ahora está con Cristo, fue hasta Liverpool para despedirse de mí. Nunca me olvidaré de cómo ella entró conmigo al camarote en que yo iba a permanecer casi seis largos meses. Con su cariño de madre arregló la ropa de la pequeña cama. Se sentó a mi lado y cantamos el último himno antes de separarnos uno del otro. Nos arrodillamos y ella oró;  ésa fue la última oración de mi madre antes de que yo partiese para la China. Se oyó entonces la señal para que todos los que no eran pasajeros bajasen del navío. Nos despedimos uno del otro, sin esperanza de volvernos a encontrar otra vez. . . Al pasar el navío por las compuertas, y cuando la separación comenzó a ser una realidad, de su corazón salió un grito de angustia tan conmovedor, que jamás lo olvidaré. Fue como si mi corazón hubiese sido traspasado por un puñal. Nunca había reconocido tan plenamente hasta entonces, lo que significaban las palabras: Porque de tal manera amó Dios al mundo. Estoy seguro de que, en ese momento, mi querida madre también llegó a comprender más que en cualquier otra oportunidad de su vida, el amor de Dios para con el mundo que perece. (Oh, cómo se entristece el corazón de Dios al ver cómo sus hijos cierran los oídos al llamamiento divino para salvar al mundo, por el cual su amado, su único Hijo sufrió y murió!" Los pasajeros de los navíos modernos conocen muy poco la incomodidad de viajar en un barco de vela. Después de pasar una de las muchas tempestades por que atravesó el Dumfries, nuestro héroe escribió: "La mayor parte de lo que poseo está mojado. El camarote del pobre comisario se inundó. . ." Solamente por las oraciones y los grandes esfuerzos de todos a bordo fue que lograron salvar su propia vida, cuando el barco, arrastrado por un gran temporal, estuvo a punto de naufragar en las rocas de la playa de Gales. (El viaje que habían esperado realizar en cuarenta días, les llevó cinco meses y medio! Sólo fue el 1 de marzo de 1854 que Hudson Taylor, a la edad de 21 años, logró desembarcar en Shangai. Fue entonces que él escribió las siguientes impresiones: "No puedo describir lo que sentí al pisar tierra. Me parecía que el corazón me iba a estallar dentro del pecho; las lágrimas de gratitud y de gozo me corrían por el rostro." Entonces lo invadió una gran nostalgia; no había ni un amigo, ni un conocido, ni siquiera una persona en todo el país, que estuviese allí para darle la bienvenida, ni siquiera alguien que lo conociese por su nombre. En ese tiempo la China era una tierra incógnita, con excepción de los cinco puertos del litoral, abiertos para la residencia de los extranjeros. Fue en la casa de un misionero en Shangai, uno de los cinco puertos, que el joven encontró hospedaje. La victoria alcanzada en todas las diferentes pruebas que experimentó en ese tiempo, fue debida a la característica sobresaliente de Hudson Taylor, tal vez la de seguir siempre adelante, sin quedarse nunca paralizado en su obra, fuese cual fuese el contratiempo. Durante los primeros tres meses que pasó en la China, distribuyó 1.800 Nuevos Testamentos y Evangelios y más de 2.000 libros. Durante el año de 1855 hizo ocho viajes C uno de ellos de 300 kilómetros subiendo por el río Yangtsé. En otro viaje visitó 51 ciudades en las que nunca antes se había oído el mensaje del evangelio. En esos viajes siempre lo prevenían del peligro que corría su vida entre la gente que nunca había visto a un extranjero. A fin de ganar más almas para Cristo, a pesar de la censura de los demás misioneros, adoptó el hábito de vestirse igual que los chinos. Se rasuró la cabeza por el frente, dejando el resto del cabello que formase una larga trenza. El pantalón, que tenía más de medio metro de holgura, lo aseguraba conforme era la costumbre, con un cinturón. Las medías eran de algodón blanco, el calzado de satén. El manto que le colgaba de los hombros, le sobresalía de la punta de los dedos de las manos más de 70 centímetros. Pero una de las cruces más pesadas que nuestro héroe tuvo que llevar, era la falta de dinero cuando la misión que lo había enviado se encontraba sin recursos. El 20 de enero de 1858, Hudson Taylor se casó con María Dyer, una misionera de talento en la China. De ese enlace nacieron cinco hijos. La casa en que vivieron primero, en la ciudad de Ningpo, se convirtió después en la cuna de la famosa Misión del Interior de la China. Las privaciones y las obligaciones del servicio en Shangai, Ningpo y otros lugares fueron tales, que Hudson Taylor antes de completar seis años en la China, se vio obligado a volver a Inglaterra para recuperar su salud. Para él fue casi como una sentencia de muerte cuando los médicos le informaron que nunca más debía volver a la China. No obstante, el hecho de que perecían un millón de almas todos los meses en China era una realidad para Hudson Taylor; así pues, al llegar a Inglaterra inició inmediatamente, con su espíritu indómito, la tarea de preparar un himnario, así como la revisión del Nuevo Testamento para los nuevos convertidos que había dejado en China. Continuaba usando su típico traje chino y trabajaba con el mapa de la China en la pared y la Biblia siempre abierta sobre la mesa. Después de alimentarse y llenarse con la Palabra de Dios, observaba el mapa, recordando a aquellos que no disfrutaban de tales riquezas. Le llevaba todos los problemas a Dios. No había nada demasiado grande ni demasiado insignificante que él no encomendase al Señor en sus oraciones. En cuanto a sus actividades, estaba tan sobrecargado de trabajo con la correspondencia y la preparación  de los cultos en pro de la China, que después de su llegada transcurrieron más de veinte días antes de poder ir a abrazar a sus queridos padres en Bransley. Acostumbraba a pasar orando, en ayunas, a veces la mañana, otras veces la mañana y la tarde. El siguiente pasaje que él escribió, demuestra cómo su alma continuó ardiendo en los discursos que pronunciaba en las iglesias de Inglaterra sobre la obra misionera: "Había a bordo, entre los compañeros de viaje, cierto chino que se llamaba Pedro, quien había pasado algunos años en Inglaterra pero a pesar de conocer algo del evangelio, no reconocía nada de su poder de salvación. Me sentí entonces responsable por él y me esforcé en orar y en hablarle, con el fin de característica sobresaliente de Hudson Taylor, tal vez la de seguir siempre adelante, sin quedarse nunca paralizado en su obra, fuese cual fuese el contratiempo. Durante los primeros tres meses que pasó en la China, distribuyó 1.800 Nuevos Testamentos y Evangelios y más de 2.000 libros. Durante el año de 1855 hizo ocho viajes C uno de ellos de 300 kilómetros subiendo por el río Yangtsé. En otro viaje visitó 51 ciudades en las que nunca antes se había oído el mensaje del evangelio. En esos viajes siempre lo prevenían del peligro que corría su vida entre la gente que nunca había visto a un extranjero. A fin de ganar más almas para Cristo, a pesar de la censura de los demás misioneros, adoptó el hábito de vestirse igual que los chinos. Se rasuró la cabeza por el frente, dejando el resto del cabello que formase una larga trenza. El pantalón, que tenía más de medio metro de holgura, lo aseguraba conforme era la costumbre, con un cinturón. Las medías eran de algodón blanco, el calzado de satén. El manto que le colgaba de los hombros, le sobresalía de la punta de los dedos de las manos más de 70 centímetros. Pero una de las cruces más pesadas que nuestro héroe tuvo que llevar, era la falta de dinero cuando la misión que lo había enviado se encontraba sin recursos. El 20 de enero de 1858, Hudson Taylor se casó con María Dyer, una misionera de talento en la China. De ese enlace nacieron cinco hijos. La casa en que vivieron primero, en la ciudad de Ningpo, se convirtió después en la cuna de la famosa Misión del Interior de la China. Las privaciones y las obligaciones del servicio en Shangai, Ningpo y otros lugares fueron tales, que Hudson Taylor antes de completar seis años en la China, se vio obligado a volver a Inglaterra para recuperar su salud. Para él fue casi como una sentencia de muerte cuando los médicos le informaron que nunca más debía volver a la China. No obstante, el hecho de que perecían un millón de almas todos los meses en China era una realidad para Hudson Taylor; así pues, al llegar a Inglaterra inició inmediatamente, con su espíritu indómito, la tarea de preparar un himnario, así como la revisión del Nuevo Testamento para los nuevos convertidos que había dejado en China. Continuaba usando su típico traje chino y trabajaba con el mapa de la China en la pared y la Biblia siempre abierta sobre la mesa. Después de alimentarse y llenarse con la Palabra de Dios, observaba el mapa, recordando a aquellos que no disfrutaban de tales riquezas. Le llevaba todos los problemas a Dios. No había nada demasiado grande ni demasiado insignificante que él no encomendase al Señor en sus oraciones. En cuanto a sus actividades, estaba tan sobrecargado de trabajo con la correspondencia y la preparación de los cultos en pro de la China, que después de su llegada transcurrieron más de veinte días antes de poder ir a abrazar a sus queridos padres en Bransley. Acostumbraba a pasar orando, en ayunas, a veces la mañana, otras veces la mañana y la tarde. El siguiente pasaje que él escribió, demuestra cómo su alma continuó ardiendo en los discursos que pronunciaba en las iglesias de Inglaterra sobre la obra misionera: "Había a bordo, entre los compañeros de viaje, cierto chino que se llamaba Pedro, quien había pasado algunos años en Inglaterra pero a pesar de conocer algo del evangelio, no reconocía nada de su poder de salvación. Me sentí entonces responsable por él y me esforcé en orar y en hablarle, con el fin de encaminarlo hacia Cristo. Pero cuando el barco se iba acercando a Sung Kiang y me estaba preparando para bajar a tierra para predicar y distribuir folletos, oí el grito de un hombre que había caído al agua. Salí a la cubierta junto con otras personas, para descubrir que Pedro había desaparecido. "Inmediatamente arriamos las velas: pero la corriente de la marea era tan fuerte, que no podíamos asegurar cuál era el lugar exacto donde el hombre había caído. Entonces vi que había unos pescadores cerca de nuestro barco, que estaban usando una red barredora. Angustiado les grité: "Vengan a pasar la red por aquí, pues un hombre se está muriendo ahogado! "Veh bin fue la respuesta inesperada, que quería decir: 'No es conveniente.' " No digan si es o no conveniente. Vengan ligero, antes de que ese hombre perezca. " Estamos pescando. " (Lo sé, Pero vengan inmediatamente y les pagaré bien. " Cuánto nos quiere dar? "Cinco dólares, pero no se queden conversando allí. Salven al hombre sin demora! "Cinco dólares no es suficiente; respondieron ellos. No lo haremos por menos de treinta dólares. "Pero yo no tengo tanto! Les daré todo lo que tengo. "¿Cuánto tiene usted? " No lo sé... pero no es más de catorce dólares." Entonces los pescadores vinieron y pasaron su red en el lugar indicado. Enseguida, en la primera pasada recogieron el cuerpo del hombre. Sin embargo, todos mis esfuerzos para restaurarle la respiración fueron inútiles. Una vida había sido sacrificada por la indiferencia de los que podían salvarla casi sin esfuerzo." Al oír contar esta historia, una onda de indignación recorrió todo el gran auditorio.  ¿Habría en todo el mundo un pueblo tan endurecido e interesado como ése? Pero al continuar su discurso, la convicción hirió aún más el corazón de los oyentes. ¿Vale más entonces el cuerpo que el alma? Censuramos a esos pescadores, diciendo que fueron culpables de la muerte de Pedro porque era fácil salvarlo. Pero, ¿qué sucede entonces con los millones de personas que estamos dejando perecer por toda una eternidad? ¿Qué diremos acerca de la orden implícita: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura? Dios nos dijo también:  'Libra a los que son llevados a la muerte; salva a los que están en peligro de muerte. Porque si dijeres: Ciertamente no lo supimos, ¿acaso no lo entenderá el que pesa los corazones? El que mira por tu alma, él lo conocerá, y dará al hombre según sus obras.' ¿Creéis que cada persona entre esos millones de la China, tiene un alma inmortal y que no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, a no ser el precioso nombre de Jesús, por el cual debamos ser salvos? ¿Creéis que El, El solamente, es el Camino, y la Verdad, y la Vida, y que nadie viene al Padre, sino por El? Si así lo creéis, examinaos para ver si estáis haciendo todo lo posible para llevar su nombre a todos. Nadie debe decir que no ha sido llamado para ir a la China. Al enfrentar tales hechos, todos necesitan saber si han sido llamados para quedarse en casa. Amigo, si no tienes la seguridad de que has sido llamado para continuar donde estás, ¿cómo puedes desobedecer la clara orden del Salvador para ir? ¿Si, con todo, estás seguro de que estás en el lugar donde Cristo quiere que estés, no por causa de tu conveniencia o de las comodidades de la vida, entonces, estás orando como conviene a favor de los millones de perdidos de la China? ¿Estás usando tus recursos para la salvación de esos millones de almas? Cierto día, al completar la estadística, no mucho después de haber regresado a Inglaterra, Hudson Taylor vino a saber que el número total de misioneros evangélicos en la China había disminuido en vez de aumentar. A pesar de que la mitad de la población pagana del mundo se encuentra en la China, el número de misioneros había disminuido durante el año, de 115 a solamente 91. Comenzaron a resonar en los oídos del misionero estas palabras: "Cuando yo dijere al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano". Era la mañana de un domingo, 25 de junio de 1865, a la orilla del mar. Hudson Taylor, cansado y enfermo, estaba con algunos amigos en Brighton. Pero no pudiendo soportar más el regocijo de la multitud en la casa de Dios, se retiró para andar solo en la arena de la playa mientras la marea bajaba. Todo a su alrededor era paz y bonanza, pero en el alma del misionero rugía una tempestad. Por fin, sintiendo un alivio indecible, exclamó: "Tú, Señor, sólo Tú puedes asumir toda la responsabilidad. A tu llamado y como tu siervo, avanzaré, dejando todo en tus manos." Así pues, la "Misión del Interior de la China" fue concebida en su alma, y todas las etapas del progreso de la misma se realizaron por medio de sus esfuerzos. En la calma de su corazón, en la comunión profunda e indecible con Dios, se originó la misión. Teniendo un lápiz en la mano, abrió la Biblia; mientras las ondas del vasto mar le bañaban los pies, escribió estas simples pero memorables palabras: "Oré en Brighton pidiendo que se me concediesen 24 obreros competentes y dispuestos, el 25 de junio de 1865." Más tarde, recordando la victoria de esa ocasión, escribió: "Grande fue el alivio que sentí al regresar de la playa. Después que terminó el conflicto interior, todo fue gozo y paz. Parecía que me faltaba muy poco para correr hasta la casa del señor Pearse. En la noche de ese día dormí profundamente. Mi querida esposa tuvo la impresión de que la visita a Brighton me había servido para renovarme maravillosamente. (Y era verdad!" El victorioso misionero, juntamente con su familia y con los 24 misioneros llamados por Dios, embarcaron en Londres, en el Lammermuir, con destino a China, el 26 de septiembre de 1866. El anhelado objetivo de todos ellos era el de erguir la bandera de Cristo en las once provincias, aún no ocupadas, de la China. Algunos de los amigos los animaron, pero otros dijeron: "Todo el mundo se olvidará de los hermanos. Como no existe una junta aquí, en Inglaterra, nadie se interesará en la obra por mucho tiempo. Es fácil hacer promesas hoy en día; dentro de poco tiempo no tendrán ni el pan cotidiano." El viaje duró más de cuatro meses. Acerca de una de las tempestades que ellos sufrieron, uno de los misioneros escribió estas palabras: "Durante todo el temporal, el señor Taylor demostró la mayor serenidad. Por fin, los marineros se negaron a trabajar. El capitán aconsejó entonces a todos los de a bordo que se pusieran los salvavidas, diciendo que el navío no iba a resistir la fuerza de las olas por más de dos horas. Entonces el capitán avanzó en dirección de los marineros con el revólver en la mano. Viéndolo, el señor Taylor se aproximó a él y le pidió que no obligase de ese modo a los marineros a trabajar. El misionero se dirigió a los hombres también y les explicó que Dios iba a salvarlos, pero que eran necesarios los mayores esfuerzos de todas las personas que se encontraban a bordo. Añadió que tanto él como todos los pasajeros estaban dispuestos a ayudarlos, y que, como era evidente, la vida de ellos también corría peligro. Los hombres, convencidos por esos argumentos, comenzaron a quitar todos los destrozos ayudados por todos nosotros; en poco tiempo conseguimos amarrar los grandes masteleros, los cuales golpeaban con tanta fuerza, que estaban destruyendo un lado del navío." Así pues, fueron horas de inmenso regocijo cuando, por fin, el Lammermuir arribó al puerto de Shangai con todos los de a bordo sanos y salvos. (Otro navío, que llegó poco después, había perdido dieciséis de las veintidós personas que traía a bordo! Los misioneros iniciaron el año de 1867 con un día de ayuno y oración, pidiendo corno Jabes, que Dios los bendijese y les ensanchara su territorio. El Señor los oyó, y les contestó dándoles entrada durante ese año, a otras tantas ciudades! Finalizaron el año con otro día de ayuno y oración. Un culto duró desde las once da la mañana hasta las tres de la tarde, sin que nadie se sintiera disgustado. En otro culto, que comenzó a las ocho y media de la noche y en el cual sintieron aún más la unción del Espíritu Santo, continuaron juntos orando hasta la media noche, cuando celebraron la Cena del Señor. A comienzos del año 1867, el Señor llamó a Gracia Taylor, la hija de Hudson Taylor, para el Hogar eterno, cuando ella cumplía ocho años de edad. Al año siguiente la esposa de Taylor y su hijo, Noel, fallecieron de cólera. Fue así como se expresó el padre y marido: "Cuando amaneció el día, apareció a la luz del sol lo que había sido ocultado por la luz de la vela C el color característico de la muerte en el rostro de mi esposa. Mi amor no podía ignorar por más tiempo no solamente su estado grave, sino que realmente ella se estaba muriendo. Cuando logré calmar mi espíritu, le dije: ¿Sabes, querida, que te estás muriendo? " ¿Muriendo, tú lo crees? ¿Por qué piensas tal cosa?" Puedo ver que sí, querida. Tus fuerzas se están acabando." ¿De veras? No siento ningún dolor, solamente cansancio." "Sí, estás partiendo para la Casa paterna en breve estarás con Jesús."Mi querida esposa, acordándose de mí y de cómo yo me iba a quedar solo, en un tiempo de tan grandes luchas, privado de la compañera con la cual había tenido la costumbre de llevar todos los problemas al trono de la gracia, me dijo: "Siento mucho.. .Entonces ella se detuvo, como queriendo corregir lo que dijera, por eso le pregunté: ¿Sientes pena de irte para estar con Jesús?" Nunca me olvidaré de cómo ella me miró y me respondió: "Oh, no. Bien sabes, querido, que durante más de diez años no hubo sombra alguna entre mi Salvador y yo. No siento la partida para estar con El, sino que me entristezco porque tendrás que quedarte solito en estas luchas. Pero. . . El estará contigo y te suplirá todas tus necesidades." Nunca presencié una escena tan conmovedora", escribió la señora Duncan: "Cuando la señora de Taylor dio su último suspiro, el señor Taylor cayó de rodillas, con su corazón transido de dolor, y la entregó al Señor, agradeciéndole la dádiva de los doce años y medio que pasaron juntos. Le agradeció también la bendición de que El mismo se la llevara a su presencia. Entonces, solemnemente se dedicó a sí mismo nuevamente al servicio del Señor. Como es de suponerse, Satanás no dejó que la Misión del Interior de la China invadiese su territorio con veinticuatro obreros más, sin incitar al pueblo a una mayor persecución. En muchos lugares se distribuyeron impresos que atribuían a los extranjeros los más bárbaros y horripilantes crímenes, especialmente a los que propagaban la religión de Jesús. Ciudades enteras se alborotaron, y muchos de los misioneros tuvieron que abandonarlo todo y huir para escapar con vida. Casi seis años después que "el grupo del Lammermuir" desembarcase en la China, Hudson Taylor estaba nuevamente de regreso en Inglaterra. Durante ese tiempo de la obra en la China, la misión había aumentado de dos estaciones con siete obreros, a trece estaciones con más de treinta misioneros y cincuenta obreros, estando separadas las estaciones, una de la otra, a unos ciento veinte kilómetros, como termino medio. Fue durante esa visita a Inglaterra que Hudson Taylor se casó con la señorita Faulding, también una fiel y probada misionera a la China. En ese tiempo, cierta persona amiga escribió lo siguiente acerca de Hudson Taylor: "El señor Taylor anunció un himno, se sentó al armonio y tocó. No fui atraído por su personalidad. Era de físico delgado y habló con una voz suave. Como los demás jóvenes, yo creía que una voz potente siempre acompañaba a un prestigio verdadero. Pero cuando él dijo: 'Oremos' y nos dirigió en la oración, mudé de parecer; yo nunca había oído a nadie orar como él. Había en su oración una determinación, un poder, que hizo que todas las personas presentes se humillaran y se sintieran ante la presencia de Dios. Hablaba con Dios frente a frente, como si estuviese hablando con un amigo suyo. Sin duda tal oración era el fruto de una larga permanencia con el Señor; era como el rocío que baja del cielo. He oído orar a muchos hombres, pero nunca había oído a nadie como el señor Taylor y el señor Spurgeon. Nadie, después de haber oído cómo esos hombres oraban, puede olvidarse de tales oraciones. La mayor experiencia que he tenido en mi vida fue oír al señor Spurgeon, quien tomó, como si dijésemos, de la mano a un auditorio de seis mil personas y lo llevó hasta el Santo de los Santos. Y escuchar al señor Taylor rogar por China fue como reconocer algo de lo que significa la oración eficaz del justo." Fue en 1874 que Hudson Taylor escribió lo siguiente, cuando junto con su esposa, subía el gran río Yangtsé y meditaba sobre las nueve provincias que se extendían desde los trópicos de Birmania hasta las altiplanicies de Mongolia y las montañas del Tibet: "Mi alma ansía y mi corazón desea con ardor la evangelización de los 180 millones de habitantes de esas provincias que se encuentran sin obreros cristianos. ¡Oh, si yo tuviese cien vidas para consumirlas o darlas en bien de ellos!" Pero, en medio del viaje, recibieron la noticia de la muerte de Amelia Blatchley, la fiel misionera, en Inglaterra. Ella no solamente cuidaba a los hijos del señor Taylor, sino que también servía como secretaria de la Misión. Fue grande la tristeza que sintió Hudson Taylor cuando llegó a Inglaterra y encontró que no solamente sus hijos queridos estaban separados y dispersos, sino que la obra de la Misión estaba casi paralizada. Pero ésa no fue aún su mayor tristeza. Durante su viaje por el río Yangtsé, el señor Taylor, al bajar la escalera del navío, sufrió una seria caída, pues cayó sobre los calcañares, de tal manera que el golpe lesionó la espina dorsal. Después de llegar a Inglaterra, la lesión producida por la caída se agravó hasta dejarlo postrado en cama. Fue entonces que le sobrevino la mayor crisis de su vida, justamente cuando había la mayor necesidad de sus esfuerzos.(Completamente paralítico de las piernas, tenía que pasar todo el tiempo acostado boca arriba! Una pequeña cama era su prisión; o mejor dicho, era su oportunidad. Al pie de la cama, en la pared, se encontraba colgado un mapa de la China. Y alrededor de él, de día y de noche, estaba la Presencia divina. Allí, acostado de espaldas, mes tras mes, permaneció nuestro héroe, rogando y suplicando al Señor a favor de la China. Le fue concedida la fe para pedir que Dios enviase 18 misioneros. En respuesta a sus Llamamientos para la oración, escritos con la mayor dificultad y publicados en el periódico, sesenta jóvenes respondieron de una vez. Veinticuatro de ellos fueron escogidos. Allí al lado de su lecho, él inició clases para los futuros misioneros y les enseñó las primeras lecciones de la lengua china C y el Señor los envió para la China. El siguiente párrafo nos habla de cómo el misionero que se encontraba inutilizado físicamente se puso bien: "El se curó tan maravillosamente, en respuesta a sus oraciones, que podía cumplir con un increíble número de sus obligaciones. Pasó casi todo el tiempo de sus vacaciones con sus hijos en Guernsey, escribiendo. Durante los quince días que pasó allí, a pesar de tener deseos de compartir con sus hijos las delicias de la playa, salió con ellos solamente una vez. Sin embargo, dedicó su tiempo a escribir y las cartas que escribió para la China y otros lugares, valieron más que el oro." Cierto misionero escribió lo siguiente acerca de una visita que le hiciera en la China: "Nunca me olvidaré del gozo y la amabilidad con que me recibió. Me condujo inmediatamente a la "oficina" de la Misión del Interior de la China. ¿Debo decir que fue para mí una sorpresa o una extrañeza, o ambas cosas? Los "muebles" eran cajones de madera. Una mesa estaba cubierta de innumerables papeles y cartas. Al lado de la chimenea había una cama, bien arreglada, que tenía un pedazo de tapete que le servía de cubrecama. En esa cama el señor Taylor descansa tanto de día como de noche. "El señor Taylor, sin ofrecerme ninguna disculpa, se tendió en la cama y comenzamos la plática más preciosa de toda mi vida. Todos los conceptos que yo tenía sobre las cualidades que debe poseer un 'gran hombre', quedaron completamente cambiados; no había en él nada de espíritu de superioridad. Vi en él el ideal de Cristo, de la verdadera grandeza, tan evidente que permanece aún en mi corazón, a través de los años, hasta el momento presente. Hudson Taylor reconocía profundamente que para evangelizar a los millones de chinos, era imperioso que los creyentes de Inglaterra mostrasen mucha más abnegación y sacrificio. Pero, ¿cómo podía él insistir en que otros practicasen el sacrificio, sin primeramente practicarlo él en su propia vida? Así pues, él cortó deliberadamente de su vida toda apariencia de comodidad y lujo." Durante los viajes que hizo por el interior de la China, "invariablemente él se levantaba para pasar una hora con Dios, antes que rayase el día", escribió otro, que lo acompañaba, a veces, para irse después a dormir nuevamente. "Cuando yo me despertaba para ir a alimentar a los animales, siempre lo encontraba leyendo la Biblia a la luz de una vela. Fuese cual fuese el ambiente o el bullicio en las hospederías inmundas, no descuidaba el hábito de leer su Biblia. En tales viajes, por lo general oraba de bruces, porque le faltaban fuerzas para permanecer tanto tiempo arrodillado." ¿Cuál será hoy el tema de su discurso? le preguntó cierto creyente que viajaba con él en el mismo tren. "No sé a ciencia cierta; aún no he tenido tiempo para decidirlo, le respondió Hudson Taylor. ¿Que no tuvo tiempo? exclamó el hombre . Pero, ¿qué otra cosa ha hecho usted sino descansar, después que se sentó allí? No conozco lo que sea descansar fue la respuesta serena que él le dio. Desde que nos embarcamos en Edimburgo, he pasado todo este tiempo orando y llevando todos los nombres de los miembros de la Misión del Interior de la China, y los problemas de cada uno, al Señor. No llegamos a comprender cómo en medio de una de las mayores obras de evangelización de toda la historia, él podía decir: "Nunca fuimos obligados a abandonar una puerta abierta, por falta de recursos. A pesar de que en muchas ocasiones gastamos hasta el último centavo, a ninguno de los obreros nacionales, ni a ninguno de los misioneros, les faltó el 'pan' cotidiano prometido. Los tiempos de privaciones son siempre tiempos bendecidos, y lo que es necesario nunca llega demasiado tarde." Otro secreto del gran éxito que alcanzó al llevar el mensaje de salvación al interior de la China, fue la determinación de que la obra no solamente continuase con carácter internacional, sino también que se extendiese entre todas las denominaciones, es decir, que se aceptase a misioneros dedicados a Dios, de cualquier nacionalidad y de cualquier denominación. En 1878, al regresar de un viaje, comenzó a orar pidiendo que Dios enviase treinta misioneros más, antes de que acabase el año 1879. Si consideramos todo el dinero que hacía falta para pagar los pasajes y sustentar a tantas personas, )diremos que su fe era grande? Pues bien, veintiocho personas, cuyo corazón ardía por el deseo de la salvación de los perdidos de la China, confiando solamente en Dios para su sustento cotidiano, se embarcaron antes de acabar el año 1878, y seis más partieron en 1879. En una conversación que tuvo con un compañero de luchas, en la ciudad de Wuchang, Hudson Taylor comenzó a enumerar los puntos estratégicos en que debían comenzar inmediatamente a evangelizar los dos millones de habitantes del valle del gran río Yangtsé, y el de su tributario, el río Han. Con no más de cincuenta o sesenta nuevos obreros, la Misión no podía dar semejante paso  ¡y la propia Misión no tenía más de cien obreros en total! Sin embargo, a Hudson Taylor le fue dada la fe de pedir otros setenta recordando las palabras: "Designó el Señor también a otros setenta."Hoy nos reunimos para pasar el día en ayuno y oración", escribió Hudson Taylor el 30 de junio de 1872. "El Señor nos bendijo grandemente. . . Algunos pasaron, la mayor parte de la noche en oración.. . El Espíritu Santo nos llenó hasta parecernos imposible recibir más sin morir." En cierto culto alabamos ininterrumpidamente a Dios durante casi dos horas, por los setenta obreros ya recibidos  mediante la fe. En realidad se recibieron más de setenta, y dentro del plazo fijado. El Señor condujo la Misión poco a poco, a tener una visión todavía más amplia  llevó a los obreros a pedir al Señor otros cien, en 1887. Así dijo el señor Stephenson: "Si me mostrase una foto de todos los cien, sacada aquí en la China, no sería más real de lo que realmente es." Con todo, Hudson Taylor no inició precipitadamente el programa de orar y de esforzarse para recibir cien misioneros más. Como siempre, debía tener la seguridad de la dirección de Dios, antes de resolverse a orar y de esforzarse para alcanzar la meta. (Seis veces más del número que habían pedido se ofrecieron para ir! Pero la Misión rechazó firmemente a todos los que no concordaban con los principios declarados desde el comienzo. Así pues, exactamente el número pedido embarcó para la China no fueron ciento uno ni tampoco noventa y nueve, sino exactamente cien. Después que Hudson Taylor visitó el Canadá, los Estados Unidos y Suecia en 1888 y 1889, la Misión del Interior de la China alcanzó uno de sus mayores progresos, nunca antes registrados en los anales de la historia de las misiones. Al referirse a su visita a Suecia, nuestro misionero escribió lo siguiente acerca del pesar que lo acompañó durante todo ese viaje: "Confieso que me siento avergonzado porque hasta este momento nunca antes había meditado sobre lo que el Maestro realmente quiso expresar cuando mandó a predicar el evangelio a toda criatura. Durante muchos años me esforcé, como muchos otros siervos de Dios, para llevar el evangelio a los lugares más distantes; hice planes para alcanzar a todas las provincias y muchos de los distritos menores de la China, sin comprender el sentido evidente de las palabras del Salvador. ¿A toda criatura? El número total de propagadores entre los creyentes de la China no pasaba de cuarenta mil. Si hubiese otro tanto de adherentes, o si ese número se triplicase, y si cada uno de ellos llevase el mensaje a ocho de sus compatriotas aún así, no llegarían a más de un millón. A toda criatura: estas palabras me quemaban el alma. ¡Pero cómo la iglesia, y yo mismo, fallábamos en aceptarlas justamente como Cristo quería! Eso lo percibí entonces; y para mí había solamente una salida, la de obedecer al Señor. ¿Cuál será nuestra actitud para con el Señor Jesucristo con respecto a esa orden? ¿Substituiremos acaso el título de 'Señor', que le fue dado, para reconocerlo sólo como nuestro Salvador? ¿Aceptaremos el hecho de que El quitó la penalidad del pecado, y rehusaremos reconocer que fuimos comprados por precio, y que El tiene derecho de esperar nuestra obediencia implícita? ¿Diremos que somos nuestros propios señores, listos a concederle lo que le debemos a El que nos compró con su propia sangre, con la condición de que El no nos pida demasiado? Nuestra vida, nuestros seres queridos, nuestras posesiones, ¿son solamente nuestros, no son de El? ¿Daremos lo que creemos conveniente y obedeceremos su voluntad si El no nos pide demasiados sacrificios? ¿Estamos dispuestos a dejar que Jesucristo nos lleve a los cielos, pero no queremos que ese hombre reine sobre nosotros? El corazón de todo hijo de Dios rechazará, seguramente, tal hecho así formulado: pero ¿no es verdad que innumerables creyentes, en todas las generaciones, se comportaron y se comportan como si ésa fuese la propia base de su vida? Son pocas las personas de entre el pueblo de Dios, que reconocen la verdad de que (o Cristo es el Señor absoluto, o no lo es en forma alguna! Si somos nosotros los que juzgamos la Palabra de Dios, y no es la Palabra la que nos juzga; si concedemos a Dios solamente cuanto queremos, entonces somos nosotros los señores y El es nuestro Deudor, y consecuentemente, El debe estar agradecido por la limosna que le damos; debe sentir gratitud por nuestro asentimiento a sus deseos. Sí por el contrario, El es el Señor, entonces debemos tratarlo como Señor: "¿por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?" Fue así como Hudson Taylor, sin esperarlo, obtuvo la más amplia visión de su vida, una visión que dominó la última década de su ministerio. Con los cabellos ya grises, después de cincuenta y siete años de experiencia, afrontó el nuevo sentido de responsabilidad con la misma fe y confianza que lo caracterizaban cuando era más joven. (Su alma ardía al meditar en sus antiguos propósitos! Se volvió aún más firme al ejecutar la visión de otrora! Fue así como se sintió guiado a unificar todos los grupos evangélicos que trabajaban en la evangelización de la China, pidiéndoles que orasen y se esforzasen por aumentar el número de misioneros, enviando otros mil, en el espacio de cinco años. (El número exacto de misioneros enviado a la China durante ese período, fue de mil ciento cincuenta y tres! No es pues de admirar que las fuerzas físicas de Hudson Taylor comenzasen a flaquear, no tanto por las privaciones y el cansancio de los continuos viajes, ni por los agotadores esfuerzos de escribir y predicar, ni debido al peso de las grandes e innumerables responsabilidades de dirigir la Misión del Interior de la China. Los que lo conocían íntimamente, sabían que era un hombre gastado de tanto amar. La gloriosa cosecha de almas que tenía lugar en la China, aumentaba cada vez más. Pero la situación política del país empeoraba día tras día, hasta que culminó en la matanza de los bóxers, en el año 1900, cuando centenares de creyentes fueron muertos. Solamente de la Misión del Interior de la China perecieron cincuenta y ocho misioneros, y veintiuno de sus hijos. En esa ocasión Hudson Taylor y su esposa se encontraban nuevamente en Inglaterra, cuando comenzaron a llegar telegrama tras telegrama, comunicándoles los horribles sucesos acaecidos en la China; aquel corazón que tanto amaba a cada uno de los misioneros, casi cesó de latir a causa de esas noticias. Acerca de esos acontecimientos él se expresó así: "No sé leer, ni sé pensar, ni siquiera sé orar; pero sí sé confiar." Cierto día, algunos meses después, Hudson Taylor, con el corazón transido de dolor y las lágrimas corriéndole por el rostro, estaba contando lo que había leído en la carta que acababa de recibir de dos misioneras, que la habían escrito justamente el día antes de ser asesinadas en las manos de los bóxers. He aquí lo que él dijo: "¡Oh, qué gozo el de salir de tal motín de personas enfurecidas, para ir ante la presencia del Señor, para estar en su regazo y contemplar su sonrisa!" Cuando pudo continuar, añadió: "Ellas ahora no están arrepentidas, pues tienen la corona incorruptible! Andan con Cristo en vestiduras blancas, porque son dignas." Hablando acerca de su gran deseo de ir a Shangai, para estar al lado de los refugiados, él dijo: "No sé si podría ayudarlos, pero sé que me aman. Si pudiesen venir a mí en su tristeza para llorar juntos, al menos podrían tener un poco de consuelo." Pero al recordar que le era imposible realizar tal viaje por causa de su salud quebrantada, su tristeza parecía mayor de lo que podía soportar. A pesar de sentir profundamente su incapacidad para trabajar como de costumbre, encontró un gran alivio al permanecer junto a su esposa, a quien tanto amaba. Terminó para ellos la época en que debían pasar largos meses y años separados uno del otro, debido a las luchas que él debía sostener en tantos lugares. Fue el 30 de julio de 1904 que su esposa falleció. "No siento ningún dolor, ningún dolor", le decía ella, a pesar de la dificultad para respirar. Entonces, de madrugada, percibiendo la angustia de espíritu de su marido, le pidió que orase rogando al Señor que se la llevase lo más pronto posible. Esa fue la oración más difícil de la vida de Hudson Taylor, pero por amor a ella, oró pidiendo a Dios que libertase el espíritu de su querida esposa. Después que él oró, en cuestión de minutos la angustia cesó en su pecho y ella durmió poco después en Cristo. La desolación de espíritu que Hudson Taylor sintió después de la partida de su fiel compañera, era indescriptible. Sin embargo, encontró una paz inefable en esta promesa: Bástate mi gracia. Comenzó a recuperar las fuerzas físicas, y en la primavera hizo su séptimo viaje a los Estados Unidos de América. Desde allí hizo su último viaje a la China, desembarcando en Shangai el 17 de abril de 1905. El valiente jefe de la Misión, después de tan prolongada ausencia, fue recibido en todos los lugares con grandes manifestaciones de amor y estimación por parte de los misioneros y de los creyentes, especialmente de los que escaparon de los indescriptibles espectáculos de la insurrección de los bóxers. En Chin Kiang, el veterano misionero visitó el cementerio donde están grabados los nombres de cuatro hijos y de su esposa. Los recuerdos eran motivo de inmenso gozo, es decir, el día de la gran reunión se aproximaba. En medio del viaje cuando visitaba las iglesias allí en la China, sin que nadie lo esperase, ni él mismo, acabó su carrera en la tierra. Eso aconteció en la ciudad de Chang sha, el 3 de junio de 1905. Su nuera contó lo siguiente, sobre ese acontecimiento: "Nuestro querido Papá estaba acostado. Conforme a su costumbre, sacó de su cartera las cartas de sus seres queridos y las extendió sobre la cama. Se inclinó para leer una de las cartas cerca del candelero encendido, que estaba colocado sobre una silla al lado de su lecho. Para que él no se sintiese demasiado incómodo, le arreglé otra almohada y se la coloqué debajo de la cabeza, y me senté en una silla a su lado. Le mencioné las fotografías de la revista Missionary Review que estaba abierta sobre la cama. Howard mi esposo, había salido para ir a buscar algo que comer, cuando Papá de repente viró la cabeza y abrió la boca como si quisiera estornudar. Enseguida abrió la boca por segunda y por tercera vez pero no dijo nada, no pronunció palabra alguna. No mostró ninguna dificultad en su respiración, ni tuvo ninguna ansiedad. No me miró. . . no parecía consciente. . . No era la muerte: era la entrada a la vida inmortal. Su semblante reflejaba descanso y serenidad. Las arrugas que habían surcado su rostro, debido al peso de largos años de lucha, parecían haber desaparecido en pocos momentos. Parecía una criatura dormida en el regazo de su madre; el propio cuarto parecía estar lleno de una inefable paz." En la ciudad de Chin kiang, a la orilla del gran río que tiene una anchura de más de dos kilómetros, fue enterrado el cuerpo de Hudson Taylor. Fueron muchísimas las cartas de condolencia que se recibieron de los fieles hijos de Dios del mundo entero. Emocionantes fueron los cultos celebrados en su memoria en varios países. Impresionantes fueron los artículos y libros publicados acerca de sus victorias en la obra de Dios. Pero las voces más destacadas, las que Hudson Taylor habría apreciado más si hubiera podido oírlas, fueron las de los muchos niños chinos, los cuales cantando alabanzas a Dios colocaron flores sobre su tumba.
(Tomado del libro: Biografía de grandes cristianos de Orlando Boyer)

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