¿De quien depende el futuro?
Es un hombre que se hace notar poco, y que siempre camina
silencioso. Evita las fotografías y las entrevistas. Prefiere el
anonimato a la publicidad y la soledad, si es posible, a la multitud.
Todo su equipo consiste en un maletín de cuero, sencillo y sin
pretensiones, que lleva atado siempre a la muñeca. El hombre
caminaba siempre unos pocos pasos atrás del presidente Reagan, y
lo acompañaba por todas partes cuando el presidente viajaba.
En ese maletín lleva un código secreto para poner en marcha
todo el aparato bélico de los Estados Unidos. Si el presidente
muriera en un atentado, ese código sería estudiado inmediatamente.
Cuando Reagan visitó Brasil, un periodista hizo este comentario
sobre el hombre del maletín: "¡Pensar que el futuro de la humanidad
cuelga de la muñeca de un desconocido!"
Amigo, singulares son las cosas que ocurren en nuestro mundo
y en nuestro tiempo. Hoy la humanidad está tan regimentada, tan
computarizada, tan interrelacionada por la radio y las
comunicaciones instantáneas y el aparato de los gobiernos, que
nadie está a salvo de nadie, y lo que ocurre en un mero punto de la
tierra, repercute instantáneamente en todo el planeta. Pero no es cierto lo que dijo el periodista brasileño. El futuro de
la humanidad no depende de la muñeca de uno de los ayudantes del
presidente Reagan. Ni depende del mismo presidente, como
tampoco depende de ningún otro gobernante de la tierra, por más
poderoso que sea.
El destino de la humanidad nunca dependió de los gobernantes
que hubo en la historia, por más poder que tuvieron en su tiempo.
Ni Alejandro el Grande, ni Julio César, ni Gengis Kahn, ni Napoleón, ni Stalin, ni Hitler, ni ninguno, tuvieron en sus manos el
destino de la humanidad para moldearlo a su antojo.
El destino de todos los hombres está, estuvo y estará siempre
en las manos de Cristo. Porque Cristo es el Arquitecto de los siglos,
y el que tiene en su mano el código del final de la historia, porque él
tiene el año, mes, día y hora en que le pondrá fin a todas las cosas.
Hagamos de Cristo, ahora mismo, el dueño de nuestro destino
personal, aceptándole como único Rey y Señor de nuestras vidas.
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