EL CONCEPTO DE LA LEY
Términos bíblicos
En la Biblia hebrea aparecen varios términos para referirse a la ley. Uno de los más comunes, como ya se vio, es torah. Se usa alrededor de 220 veces, y su origen etimológico más probable es la forma verbal yara, “arrojar”, que dio lugar también a la palabra Maestro (Isa. 30:20). El sentido de esta raíz, en su forma causativa, sería pues, “mostrar, indicar, dirigir”.
Torah significaría así, “instrucción” o “doctrina” (Job 22:22). Esta instrucción puede ser humana, como la de padres a hijos (Prov. 1:8; 3:1; 4:2; 7:2); o divina, a través de los profetas (Isa. 1:10; 8:16, 20; 42:4, 21). En su proyección más amplia, puede englobar toda la revelación divina (Sal. 1:2; 94:12; 119:18, etc.). El libro de la Ley (Jos. 1:8; 8:34; 2 Rey. 22:8, 11, etc.), comprende de esta forma no sólo un conjunto de leyes, sino la revelación divina escrita que comenzó con Moisés y se amplió a lo largo de los siglos con el mensaje de los profetas.
Torah significaría así, “instrucción” o “doctrina” (Job 22:22). Esta instrucción puede ser humana, como la de padres a hijos (Prov. 1:8; 3:1; 4:2; 7:2); o divina, a través de los profetas (Isa. 1:10; 8:16, 20; 42:4, 21). En su proyección más amplia, puede englobar toda la revelación divina (Sal. 1:2; 94:12; 119:18, etc.). El libro de la Ley (Jos. 1:8; 8:34; 2 Rey. 22:8, 11, etc.), comprende de esta forma no sólo un conjunto de leyes, sino la revelación divina escrita que comenzó con Moisés y se amplió a lo largo de los siglos con el mensaje de los profetas.
No obstante, torah se usa también para referirse al Decálogo (Deut. 4:44; ver 4:45; 5:1 ss.). o a otros códigos más pequeños, como la ley del sacrificio por el pecado (Lev. 6:18[25]); del sacrificio por la culpa (Lev. 7:1), etc. Puede denotar también el procedimiento o conducta usual del ser humano (2 Sam. 7:19, “la ley del hombre”) o alguna norma divina en especial, como la del sábado (Exo. 16:4, mi ley).
Otros términos que tienen que ver con la ley de Dios y que, por lo tanto, se usan a menudo en paralelo con torah, son los siguientes.
Mispat (más de 500 veces), se traduce como “juicio”, “ordenanza”, y proviene de la raíz verbal sapat (se usa alrededor de 900 veces), cuyo significado más general es “juzgar”. Es sinónimo de torah por el hecho de que muchos juicios pasaron a ser norma o ley en Israel (Exo. 21:1; Deut. 4:4, 8, 14, etc).
`’Edut, “testimonio” (55 veces). Su raíz verbal es ‘ud (178 veces), y se usa con el sentido de “amonestar”, “testificar”, o “testar”, “firmar testimonio”. Era a menudo usada para determinar aspectos legales. Por ejemplo, el testimonio de alguien cuando había dudas sobre determinado incidente (Isa. 8:2), o cuando se invocaba en una corte (Lev. 5:1; Deut. 5:20), etc. El uso más específico de ‘edut es en relación con el Decálogo (Exo. 25:16; 31:18; 34:29; 16:34) y, por extensión, llegó a empleárse también para referirse a las demás prescripciones y leyes divinas (1 Crón. 29:19; 2 Rey. 17:15; Sal. 78:5, etc.). Así como el arca y el tabernáculo en donde estaba el arca pasaron a llamarse respectivamente arca del testimonio (Exo. 25:22; 30:6, 26; 39:35; 40:3, 5, 21; Núm. 4:5) y tabernáculo del testimonio (Exo. 38:21; Núm. 9:15), porque allí se encontraba el Decálogo (Exo. 25:16; Deut. 10:3–5; Heb. 9:4), puede inferirse que el “libro de la ley” pasó a llamarse el testimonio (2 Crón. 23:11; 2 Rey. 11:12; ver Deut. 17:18–20; 1 Crón. 29:19; 2 Rey. 23:1–3), porque allí se encontraban los diez mandamientos del pacto, de los cuales, como ya se vio, derivaban las demás ordenanzas y enseñanzas de la Torah.
Mientras que las dos tablas del Decálogo contenían la firma del autor y principal testador del pacto, Dios mismo —pues fueron escritas con su dedo, y por tal razón se lo consideró su “testimonio”— el libro de la Ley o del Pacto, por contener también las maldiciones o penalidades que acarrearían al violador o transgresor, fue considerado un testimonio (‘ud) permanente en “contra” de los rebeldes (Deut. 31:26–30). Para decirlo en las palabras de Pablo, allí estaba contenido “el ministerio de muerte” o “de condenación” que los jueces de Israel debieron aplicar por orden divina, y que representaban al castigo de Dios (ver también Heb. 10:26–31). Aunque este ministerio de castigo no estaba declarado explícitamente en los enunciados apodícticos del Decálogo, pasó a servir como base para tal ministerio cuando se reveló la rebelión de Israel (2 Cor. 3:7, 9; ver 1 Tim. 1:8–11). Las “buenas nuevas” son, sin embargo, que para los que aceptan el perdón divino, esta acta que había contra nosotros, que por sus decretos nos era contraria, Jesús la anuló, quitándola de en medio al clavarla en la cruz (Col. 2:13, 14).
Dabar, “palabra”, es uno de los términos bíblicos que más se usa, a menudo para referirse a toda la revelación divina, o a un oráculo específico dado por el Señor a través de su profeta (Isa. 9:8; Jer. 7:1; 10:1, etc.). También se emplea para referirse al Decálogo: las palabras del pacto (Exo. 34:28; Deut. 4:13). Mientras que el término “mandamiento” tiene como trasfondo la autoridad del legislador para ordenar, dabardestaca la naturaleza revelatoria de los mandamientos divinos.
Huqqim, “estatutos”, “oráculos” (108 veces), proviene de la raíz verbal huqqah (236 veces), que se usa en relación con la prescripción de una ley o estatuto. Esta palabra parece designar la idea de “algo que se graba” y, en el contexto de las leyes divinas, refleja por consiguiente la idea de algo que permanece incambiable.
Misewah (181 veces), significa “precepto”, “decreto”, y proviene de la raíz sawah(cerca de 800 veces), que tiene el significado de “determinar, decretar, ordenar, mandar, constituir”, etc.
Piqqudim, “mandatos”, “órdenes”, “preceptos”, que aparece sólo en los Salmos (24 veces), es el plural de la raíz verbal paqad, bastante atestiguada en la Biblia, que tiene entre otros el sentido de “mandar”, “comisionar”, “deponer”. En los Salmos se usa para designar las órdenes de Dios.
Dat aparece 22 veces en hebreo (21 en Ester), y parece ser de origen persa. Tiene que ver con tiempos periódicos o determinados por una ley (Est. 2:12), o como en la mayoría de las 18 veces que aparece en las secciones arameas de Daniel y Esdras, con la ley de Dios (Dan. 6:5[6]; 7:25; Esd. 7:12, 14, 21, 25, 26). En relación con las leyes humanas, se trata de un “edicto real” o “ley pública”, como la que se emitía en los reinos de Media y Persia (Dan. 6:9, 12[10, 13]). En Deuteronomio 33:2, el único libro fuera de Ester en donde figura en el texto hebreo, se refiere a la ley que Dios promulgó al descender en el Sinaí.
Contenido general
Vez tras vez se ha estado haciendo resaltar que la lógica oriental que sobresale en el pensamiento hebreo no responde necesariamente a los criterios griegos y “científicos” del siglo XX (E. D. Dussel, El dualismo en la antropología de la cristiandad. Desde el origen del cristianismo hasta antes de la conquista de América; A. Treiyer, El Día de la expiación y la purificación del santuario). En lo que respecta a las leyes bíblicas, su organización desafía a menudo los cánones de las leyes occidentales, pues a menudo se pasa abruptamente de una ley a otra, y sin explicación o nexo que las una. No obstante, puede apreciarse en general que las leyes bíblicas abordan un número considerable de áreas en las cuales se desenvuelve la actividad humana. En primer lugar está la ley moral o éticoreligiosa, representada en su forma más pura por las formulaciones apodícticas del Decálogo (Exo. 20; Deut. 5).
Una parte no menos importante de la Torah tenía que ver con las leyes rituales o ceremoniales, cuyo propósito era proveer los medios o recursos espirituales necesarios para el mantenimiento y/o renovación individual y nacional del pacto con Yavé (Exo. 29:38–46; Lev. 1–16; Núm. 28–29, etc). También se incluían en estas leyes estipulaciones que canalizaban la espontaneidad en la manifestación del gozo y la gratitud a Dios por los privilegios de ser su pueblo (Lev. 3; 23:40, etc.).
Muy entrelazadas con las leyes morales y ceremoniales, estaban también las leyes civiles. Allí se incluían los principios éticos y espirituales del Decálogo, aunque su aplicación respondía a determinadas necesidades tribales de entonces. En estas leyes se especificaba en general la manera de regular ciertas situaciones típicas de la época, y cómo abordar los casos de transgresión del pacto (Exo. 21–23; Lev. 20; Deut. 16:18–17:13; 19). También pueden incluirse en esta categoría las leyes que tenían que ver con la herencia y la propiedad (Exo. 21:1–11; Núm 15; 35; 36, etc.).
Son llamativas en este contexto las legislaciones que tienen que ver con la esclavitud y el año de la libertad (Exo. 21:1–6; Lev. 25; Deut. 15). A menudo estas leyes han sido mal interpretadas por idealistas que juzgan la sociedad tribal y oriental de Israel con los cánones sociales occidentales de las sociedades modernas. Por supuesto, Dios no propuso como ideales todas las leyes que se presentan como casuísticas en el Pentateuco (ver Eze. 20:25; Mat. 19:7, 8). En muchos casos se percibe que Dios considera la realidad tal como es, e inspiró tales leyes como medios de hacer frente a las situaciones que se crean a menudo en toda sociedad humana, con el propósito de evitar peores males.
Por ejemplo, un estudio cuidadoso de las normas divinas relativas a la esclavitud en el mundo antiguo, ha llevado a algunos autores a considerarlas como “un seguro social” para los más incapacitados que se encontraban más seguros en la casa de su amo que buscándose la vida por sí mismos afuera (Exo. 21:1–6; Deut. 15:12–18). No obstante, cada siete años, aunque no recuperaban todavía sus propiedades que habían tenido que vender al caer en la pobreza, podían otra vez intentar suerte si querían, como asalariados. En tales casos, la ley apelaba a la compasión de los propietarios para que no enviasen sus esclavos con las manos vacías (Deut. 15:12–15). Contaban además con un año en donde podían comer gratuitamente de lo que daba la tierra y planificar su futuro (Exo. 23:10, 11; Lev. 25:2–7).
Cincuenta años más tarde, en el sábado de los sábados anuales, la situación cambiaba. Era el año del Jubileo, y todo Israel debía volver al estado ideal y original del reparto de la propiedad, hecho por Dios cuando el pueblo tomó posesión de la tierra prometida. Todo esclavo entre los israelitas obtenía entonces su libertad, y podía salir con su familia y su descendencia. Aquellos que habían fracasado y vivido largo tiempo en la esclavitud, tal vez porque eran menos capaces de vivir totalmente independientes, podían intentar triunfar otra vez o, al menos, en el caso de que fuesen demasiado ancianos, otorgar a su descendencia una herencia digna de su nombre.
Estas leyes sociales relativas también a la propiedad, que son únicas en el mundo antiguo, admiran por su sencillez, su realismo y su profundo sentido humano. En lugar de buscar imponer la igualdad social sin tener en cuenta los grados de capacidad que varían de un ser humano a otro, no restringían la iniciativa y el espíritu emprendedor de los más aptos, pero le imponían un límite parcial cada siete años, y más completo cada cincuenta años. La razón que se da es que Dios es el real propietario de la tierra, por consiguiente no podía ser vendida o apropiada “a perpetuidad” por sus moradores (Lev. 25:23). Si los principios de tales leyes antiguas de la Biblia fuesen seguidos por las naciones modernas, se evitarían pacíficamente los males típicos que acarrea siempre el abuso de los más pudientes sobre los pobres (ver detalles en A. Treiyer, 67–71).
Tampoco pueden pasarse por alto las leyes de la guerra (Deut. 20). Estas leyes, sumadas a las prescripciones de la pena de muerte, han sido objeto de perplejidad para muchos cristianos que creen que Dios es el autor tanto del AT como del NT. Fueron citadas también por los tribunales de la inquisición durante varios siglos, para justificar los terribles crímenes que cometieron, y las innumerables torturas a las que sometieron a los “herejes”.
Pero aquí es donde debe insistirse de nuevo en que Dios no propone estas ordenanzas para presentarlas al mundo como ideales, sino para mostrar la realidad del juicio que espera aún hoy a quienes rechacen su gracia y se pongan del lado de la rebelión (1 Cor. 10:6, 11). Debe recordarse que el evangelio permanece hoy como ayer, y como lo será mañana, un asunto de vida o muerte, según se obedezca o se rechace (Deut. 30:19; Juan 5:24). No obstante, como en el caso de las leyes de esclavitud, tanto el contexto como las condiciones que se establecieron para aplicarlas son muy significativos.
Dios se presenta como el verdadero Señor de la tierra, pues es el Creador, y como tal tiene derecho a poner y quitar reyes, así como desalojar a los moradores de su posesión una vez que éstos colman la paciencia divina (Isa. 24:5, 6). En este sentido, la confirmación histórica que trajo la arqueología acerca de las crueldades que se practicaban en las poblaciones cananeas cuando los israelitas penetraron en su territorio, puede ayudar a comprender algo mejor la razón de tales leyes (ver Deut. 12:29–32; Lev. 20:1–5).
Por ejemplo, la degradación sexual que se practicaba bajo todas sus formas y como parte del culto, y que va de la mano con el incremento de la criminalidad (ver Ose. 4:1, 2, 11–14), puede explicar también el por qué de una definición divina tan categórica acerca del resultado de violar sus leyes morales (Lev. 18; 20; Núm. 25, etc.). La enseñanza que dejaban las leyes de muerte se describe claramente: Pero vosotros, guardad mis estatutos y mis decretos..., no sea que la tierra os vomite por haberla contaminado, como vomitó a la nación que os antecedió (Lev. 18:26, 28; ver Isa. 26:9, 10). ¡Vivo yo, que no quiero la muerte del impío, sino que el impío se aparte de su camino y viva!, dice el Señor Jehovah. ¡Apartaos, apartaos de vuestros malos caminos! ¿Por qué moriréis, oh casa de Israel? (Eze. 33:11).
Un análisis cuidadoso de las leyes de muerte prueba, en efecto, que no eran arbitrarias, ni tampoco figuran las torturas impresionantes de la Edad Media. En cuanto a la aplicación de la pena de muerte en sí, no debían cumplirla en principio, sin que se preparase al pueblo espiritualmente (Jue. 20:26), y los que la aplicaban debían estar libres de toda falta (Exo. 32:26; Juan 8:6, 7). En otras palabras, debían estar imbuidos del Espíritu de Dios. En tales contextos, Dios era consultado para su aplicación, y daba respuestas definidas, a menudo a través de las piedras Urim y Tumim (Lev. 24:12–14; Exo. 28:30; Núm. 27:1; 1 Sam. 28:6).
Estas leyes fueron prescritas en torno a una montaña o una tienda sobre la cual se manifestaba la presencia de la divinidad (Exo. 19:16; 20:18, 19, 22; Lev. 1:1; 16:1; Núm 1:1; 3:1, etc.). El privilegio de ser vecinos de Dios (Núm. 2:2), implicaba una mayor responsabilidad que la que hubiesen tenido si hubieran vivido más lejos del santuario (ver Exo. 33:5–7). Había mayor riesgo, además, de contaminar el tabernáculo divino y el carácter sagrado del culto (Lev. 15:31; 20:1–5; Núm. 19:13, 20).
En ocasiones, Dios se revela también como árbitro en las guerras de las naciones, como actos de juicio que él permite, sin que eso lo involucre necesariamente en las pasiones humanas que las motivan (ver Isa. 10:5, 6; Sal. 78:34–39, 56, 62–64; Jue. 2:23; 3:1–4). Dios protege así su trascendencia de la aplicación del castigo, como lo pudo percibir David cuando pidió para sí el castigo divino que no involucraba la intervención humana, confiando en la atenuación de la misericordia divina que no era característica de sus enemigos (1 Crón. 21:13).
Por no seguir los principios establecidos en la ley se cometieron terribles injusticias y crímenes. Su mismo Autor, venido en carne para revelar la misericordia de Dios que sus juicios terribles en lo pasado parecían haber hecho olvidar (ver Eze. 33:10; 37), fue torturado y entregado a las autoridades civiles para ser muerto en la cruz. Y todo esto, bajo la presunción de que estaban cumpliendo con las leyes que Dios dio a Moisés (Juan 18:31, 32; 19:7; Hech. 5:28).
La teocracia cesó en Israel cuando el pueblo de la promesa rechazó al Hijo de Dios (Juan 19:15, 21). La iglesia fue entonces liberada del poder civil (Juan 18:36; ver Luc. 12:14), y la aplicación de las leyes de muerte es desde entonces solamente espiritual (Mat. 16:19; 18:18). Las leyes civiles de las naciones son reconocidas como contribuyendo a mantener el orden en el mundo, y como tales debe respetárselas (Rom. 13:1–7). Pero Dios no prometió su acuerdo a todas las leyes de los poderes humanos. Al contrario, advirtió que impondrían la pena de muerte en el mundo entero, en su intento de rebelarse en contra de sus mandamientos (Apoc. 13:15; 17:12–14; ver 12:17; 14:12). Ver A. Treiyer, 141–158, 206–214.
Propósito
Al medir la conducta humana por lo que es justo ante los ojos de Jehovah (Deut. 21:9), de un Dios omnipresente, las leyes bíblicas creaban en la conciencia del hombre un sentido de responsabilidad que no dependía meramente de lo que la sociedad o los jueces podían descubrir de él. Los israelitas vivían, en efecto, “delante”, “en la faz” o “en la presencia de Dios” (lipene’ ‘elohim= Gén. 6:11; 18:21; Exo. 20:20; 23:21; 2 Sam. 21:6, 9; 2 Crón. 19:2; 33:12, etc.). Ante este Dios omnisciente, el pueblo sabía que tarde o temprano debía dar cuenta por sus actos (Deut. 19:17; Núm. 32:23), sin poderlos esconder de su vista (Sal. 139:7–16).
Este elevado concepto que impregna las leyes de la Biblia, de que Dios moraba en medio de su pueblo (Exo. 25:8; Lev. 26:11–13; Núm. 11:20) y que, por lo tanto, el mal debía ser quitado de en medio de ellos (Deut. 6:14, 15; 19:9; 21:8, 9; 19:13; Jue. 20:13, etc.), es una característica distintiva de la fe de Israel. Se revela así hasta qué punto la religión estaba entretejida en la conducta humana y en la vida del pueblo como la nación escogida y aliada de Yavé. Esto es lo que resalta por encima de todas las religiones paganas de la antigüedad. Aunque las demás religiones contenían documentos de días festivos, rituales y formas de adoración, tales documentos no formaban parte de los códigos legales propiamente dichos. En las colecciones legales de la Biblia, en cambio, se puede ver que “la conducta social era una forma de expresión religiosa” (Walton).
De allí es que se ha considerado que en general “la revelación de Yahvé a Israel no se presenta a sí misma como un nuevo modo de conducta”, pues como ya se vio, “Israel tenía leyes” ya antes del Sinaí. Lo que la hace diferente es que ahora, esa revelación “tiene que ver con la provisión de un fundamento” para las normas que ya se poseían, que es el pacto “y el establecimiento de Yahvé como la fuente de tales normas. No se deja de cometer adulterio meramente porque el adulterio resquebraja la sociedad. El adulterio se prohíbe más bien porque va en contra de un patrón de moralidad absoluto por el cual Yahvé mismo se caracteriza” (Walton).
Pero hay mucho más todavía. La ley de Dios es dada como un modo de relación entre Dios y su pueblo, garantizada por un pacto personal entre ambas partes, y en donde la base misma de ese pacto es la salvación que el Dios que pacta otorgó con antelación. De allí es que no debe pasarse por alto la introducción al Decálogo, fuera de lo cual las normas del Decálogo en sí no tendrían sentido. Yo soy Jehovah tu Dios que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud (Exo. 20:2). Dios pacta con un pueblo a quien libera primero, y entonces le da sus leyes, las que en general los israelitas no podían cumplir cabalmente bajo la opresión de sus amos paganos. Esa fue la razón por la cual los sacó de la esclavitud (Exo. 5:1, 3; 6:6–8). Dios da sus leyes en un contexto de pacto con un pueblo libre. Este principio aparece reflejado en la manera en que el salmista comprendía la ley: Andaré en libertad, porque he buscado tus mandamientos (Sal. 119:45). Bajo este contexto, puede entenderse también por qué el apóstol Santiago se refirió al Decálogo como a la ley de la libertad (Stg. 1:25; 2:8–12).
En otras palabras, las leyes divinas son dadas para salvaguardar ese estado de salvación que Dios garantiza en el pacto (Deut. 5:29–33; 6:1–9; 28; 30). Sin percibir toda la dimensión de tal pacto en el Sinaí, el pueblo se había apresurado demasiado a querer firmar su parte en el compromiso (Exo. 19:8). La revelación de la gloria de Dios al descender sobre la montaña, sin embargo, los hizo expresarse como Isaías siglos más tarde, cuando dijo: ¡Ay de mí, pues soy muerto! Porque siendo un hombre de labios impuros y habitando en medio de un pueblo de labios impuros, mis ojos han visto al Rey, a Jehovah de los Ejércitos (Isa. 6:5; ver Exo. 20:18, 19).
La revelación gloriosa de Dios en el Sinaí fue necesaria para confrontar a un pueblo pecador y lleno de justicia propia, con la santidad de Dios y de su ley. Ante un Dios santo, podían entonces percatarse mejor de su incapacidad para responder por sí mismos a las exigencias del pacto, y la necesidad que tenían de un mediador (Exo. 20:19). Para resolver entonces los problemas de infidelidad al pacto sin ser consumidos por la gloria de Dios, la Deidad decretó la erección de un santuario y el sistema de mediación sacerdotal. De allí es que se ha dicho que el libro de Éxodo, como los Evangelios, cuenta la historia de la liberación. El libro de Levítico, en cambio, con sus leyes rituales, como las Epístolas del NT, enseña la doctrina de la salvación.
Extrído de http://www.indubiblia.org/la-ley-torah
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